Las mejores películas románticas

Os dejo uno de los artículos que he consultado recientemente, a ver que os parece... En sentido estricto, toda obra habla de amor, y es bien conocida esa anécdota de Billy Wilder despertándose en mitad de la noche para escribir algo en su bloc de notas, de modo que a la mañana siguiente descubrió de su puño y letra la sencilla acotación ‘chico conoce chica’. Wilder resumía el basamento creativo a través de esta experiencia probablemente inventada, pero no es suficiente en el caso de los romances cinematográficos, o, digamos, del paroxismo del sentimiento amoroso en gran formato. Se vuelve perentorio añadir dificultades a esa simple suma de un par de factores, a ser posible una guerra, un distanciamiento, otra pareja o esposa o marido; un océano o un muro entre dos habitaciones. Por tanto, una película romántica no equivale a un romance —que puede incluirse en cintas de variado pelaje, en las que el amor no necesariamente destaque, ni propulse la acción, ni sea determinante para el destino de los personajes, por muy memorable que acabe resultando para la memoria cinéfila—. Entendamos a partir de ahora película romántica como melodrama-mecano de obstáculos amorosos, con final feliz o no, al más puro estilo del género inaugurado por las majors de Hollywood. Y, hasta que el lector pueda disfrutar próximamente de un recorrido completo por las mejores películas románticas de la Historia del cine, lanzamos ahora una primera tanda para todos los gustos desde el año 2000 y hasta nuestros días. “Antes del atardecer” (Richard Linklater, 2004): Nueve años atrás, Jesse (Ethan Hawke) y Celine (Julie Delpy), esa pareja de intrépidos enamorados con nombres de bandoleros, se despidieron en el andén de una estación vienesa en “Antes de amanecer” (1995). Con motivo de la presentación de la novela de Jesse en la mítica librería parisina Shakespeare&Co., Celine se acerca a saludar… y el reencuentro es menos de hora y media de largos planos, eternas conversaciones y un final que se propulsa hacia otro infinito de posibilidades. O hacia otros nueve años, que se cumplen este verano y podrían rematarse con una tercera entrega que Linklater, Hawke y Delpy, todos ellos coautores de los guiones, habrían apalabrado hace tiempo. Aunque no sería necesario, pues el final de cada una de las mitades de este díptico funciona por sí solo y sugiere lo mejor de las películas románticas: la sonrisa a medias satisfecha, a medias agria, de quien ha vivido unas horas extraordinarias que dudosamente volverán a repetirse. “Blue Valentine” (Derek Cianfrance, 2009): El romance también juega contra sí mismo, a veces con técnicas de una contundencia y un sadismo de miras realistas y abiertas que hacen palidecer al bondage de cualquier odisea barata con el Zac Efron de turno. “Blue Valentine” es lo primero y una de las omisiones de distribución comprensibles a nivel comercial, e imperdonables ante el sentido común —la película sólo pudo verse en España en el Festival de Gijón de 2010—. Ryan Gosling y Michelle Williams se desgarraban, como es habitual en ellos, sus propias carnes y las del otro en este flashback de hechuras anti-románticas —ese motel tan lynchiano, esa estética Torrente para un Gosling maduro— y fondo, no obstante, de mayor hondura y pureza que un cuento de hadas al uso. Cianfrance se mereció la atención que sí conseguiría en los circuitos independientes de Estados Unidos, por deconstruir lo romántico para revelar su cara más atípica y bella, y por ofrecer la mejor secuencia con ukelele desde “Con faldas y a lo loco” (Billy Wilder, 1959). “(500) Días juntos” (Marc Webb, 2009): Olvídense del título en castellano. Tom (Joseph Gordon-Levitt) y Summer (Zooey Deschanel) no pasaban 500 días lado a lado, ni medio millar de jornadas de relación sentimental. No, quinientos son los días en los que la vida de Tom gravita alrededor de Summer, esa chica que arrastra miradas allá por donde pasa y que tras sus exacerbadas apariencias indie puede esconder un corazón de oro o una simple y esforzada pose. Aunque la Deschanel parece corresponderse más con lo segundo, y que Summer se ha convertido en un personaje bastante impopular entre los espectadores, la película de Webb no es una comedia, sino una de las últimas miradas más dolorosas y honestas sobre la arbitrariedad de las relaciones románticas. Dispone de todos los síntomas que despiertan pereza y odio en quienes rebuscan las flaquezas de cintas prefabricadas —la banda sonora pop, la hermana pequeña repelente, los saltos temporales con ritmo de taquicardia—. Es el formalismo de una desilusión poco frecuente en cintas juveniles; la primera bofetada de lo que no admite reglas, ni órdenes, ni nada más que borrón y cuenta nueva tras el inevitable periodo de rabia y duelo. “The deep blue sea” (Terence Davies, 2011): Hubo en 1955 una película de mismo título, e igualmente grave en su contenido, protagonizada por Vivien Leigh y dirigida por un experto en dramones como Anatole Litvak. Tampoco debe confundirse esta cinta con aquel videojuego de Renny Harlin sobre unos escualos perfeccionados genéticamente. Ese mar azul y sin fondo al que alude la obra de Davis es la depresión que atenaza a Hester (Rachel Weisz), una mujer que tras intentar suicidarse repasa en un solo día los recuerdos de su fallido matrimonio y de su entrega absoluta al amor de un piloto, interpretado por el emergente y notable Tom Hiddleston. Otro ejemplo de largometraje desapercibido en nuestro país —se estrenó recientemente en el Festival de Cine de Autor de Barcelona—, con toda la injusticia que eso conlleva, pues Terence Davies es uno de los cineastas ingleses más interesantes del momento, y su historia de época, con regusto de Graham Greene, revisa códigos clásicos con un estilo apabullante y único. La fotografía velada por filtros de luz apolillada, en referencia a Douglas Sirk y el propio Kar-wai, el uso maestro de los colores, de las transiciones narrativas y de los planos secuencia —la canción en el túnel del metro durante el bombardeo— pueden derivar tanto en lo relamido como en la sublimación del amor que ya sólo admite ser evocado. “Lejos del cielo” (Todd Haynes, 2002): Douglas Sirk fue un experto en películas románticas para amas de casa de los cincuenta, angustiadas por esos vacíos que “Mad Men” ha sabido reflejar con tanta precisión y sabios referentes. El imprevisible Todd Haynes decidió homenajearlo con esta película de vestidos de vuelo, reuniones de media tarde con tartitas y secretos de alcoba que impiden la realización de romances más grandiosos. Julianne Moore cumplía a la perfección con el aire de diva modesta de las actrices de pañuelo y laca, y se llevó una avalancha de nominaciones y una merecida Copa Volpi en el Festival de Venecia. Ella agregaba vivacidad a lo que se habría quedado en repetición de un esquema apolillado y demodé: el dilema a dos bandas entre un marido de maneras fieles y escondites en el armario, y el nuevo jardinero al que apenas puede acercarse bajo la atenta mirada del vecindario por ser negro. Como quien no se conforma con admirar el acabado del pastel, Haynes hundía los dedos en toda esa nata para arrasarla, malearla, cambiarla de sitio y, finalmente, arrojarla contra sus propias creencias. “Once” (John Carney, 2006): Los cantautores Glen Hansard y Markéta Irglová, componentes del grupo The Swell Season, rodaron el pasado año un documental en blanco y negro sobre sus giras, pero no habría sido necesario dada la existencia de esta película-romance fundacional. Él, irlandés, y ella, checa, interpretaron a una pareja de músicos vagabundos que alcanza la gloria mezclando sus voces y sus arranques espontáneos en tiendas de instrumentos. Sin un ápice de sentimentalismo gratuito —no como, por ejemplo, el momento guitarra, padre e hija en la reciente “Moneyball: Rompiendo las reglas” (Bennett Miller, 2011)—, los dos regalaban una calidad sinfónica opuesta a las cintas musicales típicas y se llevaron un Oscar por “Falling Slowly”, la más representativa de las canciones de la película. Pero el experimento melódico no habría funcionado como un mero videoclip extended version de sus creaciones: la relación frágil, imposible y sutil de sus álter ego en la historia dotaba de unidad a los números musicales, narradores de una historia no dicha ni formulada más que con combinaciones de siete notas. “El curioso caso de Benjamin Button” (David Fincher, 2008): Cuando Francis Scott Fitzgerald acometió el tema de la regresión del crecimiento biológico en su cuento “El curioso caso de Benjamin Button” (1921), con el que la película apenas guarda algo más en común que su punto de partida, no estaba pensando en la deificación del romance. Sus páginas, teñidas como siempre de fatalismo, personajes caprichosos y decisiones erradas, no elevan al cielo la historia de amor de Benjamin (Brad Pitt) y Daisy (Cate Blanchett). Fincher, como buen conocedor de los mecanismos que han ido alimentando el cine, y generoso como siempre a la hora de buscar lo mejor para sus películas en lugar de imponer una marca personal y uniforme, compuso lo opuesto a Fitzgerald. La epopeya romántica definitiva, envuelta por guerras, travesías, encontronazos fortuitos y provocados, tragedias, accidentes fatales, muertes, nacimientos, separaciones y aprendizajes derivados de importantes secundarios. Los dos protagonistas, condenados a que sus edades coincidan en un único año, guiaban la estructura de una película contenedora de otras muchas, y que como las mejores terminaba hablando de todo al mismo tiempo para resumir las simplezas de una vida que, se recorra en un sentido u otro, siempre se marchita. “Brokeback Mountain” (Ang Lee, 2005): A la película le valió mucho más para su carrera de prestigio que fuese el primer gran romance homosexual del cine del siglo XXI que sus propios logros artísticos —que también los tenía, y en abundancia—. El amor entre dos cuidadores de ganado, Ennis (Heath Ledger) y Jack (Jake Gyllenhaal), hombres atrapados en una férrea educación moral y en sendos matrimonios castradores, discurría con honestidad visual y cierta tonalidad lúgubre y exaltada, más cercana al cine de Nicholas Ray que a los westerns crepusculares de Hawks. Ang Lee conseguía trascender la importancia social del tema para centrarse en la individualidad de este caso romántico a destiempo y a la contra de lo establecido, así como su cine siempre habla de personajes atrapados en una peculiaridad que los aliena entre el resto de seres comunes. Toda su intimidad quedaba resumida en los planos finales, un reflejo especular de cierta escena en “Centauros del desierto” (1956) que tal vez hubiese sido del agrado (o no) de John Ford. “One Day (Siempre el mismo día)” (Lone Scherfig, 2011): El bombazo editorial de David Nicholls, una novela con tapas de aeropuerto y vocación de Nick Hornby, perfumaba el aire de las productoras. ¿Un libro con estructura reiterativa, que sigue el curso de una pareja a lo largo de dieciocho años cada 15 de julio? Por un lado, se presentaba la ventaja de éxitos previos como “El próximo año, a la misma hora” (Robert Mulligan, 1978); por otro, se asumía el riesgo de un montón de elipsis en un panorama narrativo no demasiado habituado a ellas. Y para muchos, hastiados de la oferta a menudo feroz y cargante de títulos pseudo-románticos, el resultado no iba más allá del título de sala de espera o viaje en AVE. Pero, sin invertir demasiado esfuerzo en entreverlo, “One Day” terminaba creciendo sobre sus bases del montón, e incluso a pesar de un giro de los acontecimientos demasiado previsible visualmente —no así en la novela— y con tics de melodrama maniqueo, se remataba a sí misma con un hermoso final, que en realidad es el comienzo que otorga sentido a todo. “Expiación: Más allá de la pasión”</b> (Joe Wright, 2007): Desde el planteamiento de la novela de Ian McEwan, la historia de Robbie (James McAvoy) y Cecilia (Keira Knightley) formulaba una estimulante redirección del romance: el amor como constructo ajeno o acontecimiento únicamente apreciable en su totalidad por la mirada del otro. Joe Wright respetó la estructura del libro original y mantuvo una primera hora de secretos en una tórrida mansión inglesa, hilvanados por llamativos recursos de montaje y sonido, antes de que la bisagra chirriase y la trama se ofuscara en los lodazales de la guerra; tema favorito en las películas románticas desde que comenzaran a ser rodadas. Una revelación sorpresa en su tercera parte rompía el clímax de texto y película, a pesar de constituir el alma de un experimento que de otro modo habría sido un romance bélico olvidable. La posibilidad de brindar a una pareja rota la historia que se hubieran merecido es una idea con tanta melancolía que no necesitaba de los subrayados de Wright. A pesar de ello, de su algodonoso relleno, el tono resultó notable y se atrevió a sugerir lo romántico como el ente de ficción que realmente es siempre. “Bright star” (Jane Campion, 2009): La Palma de Oro por “El piano” en 1994 continúa siendo rebatida por muchos expertos en el historial de Jane Campion, directora dada a la hipérbole del corazón. No se apartó demasiado de ese viejo sendero con este biopic del poeta John Keats y su memorable romance con Fanny Brawne, conservado en cartas que aún en la actualidad mueven grandes sumas de dinero en las subastas. La película se rendía en los brazos del romanticismo que encarnó el propio Keats, ese lirismo atormentado que a pesar de todo concluye sus frases con el hálito del carpe diem. Antes que una biografía en toda regla, “Bright star” se revelaba como expresión visual del poema que da título a la obra y que puntúa una relación rodada con mucho tacto, muchos silencios, muchos contrastes saturados y bellísimos paisajes de un Oxfordshire primaveral y tormentoso. Nada mejor que un romance de época para representar todos los lugares comunes de los aprietos entre enamorados a la contra de su contexto. Con su tono susurrante y su levedad de hoja seca, esta historia basada en hechos reales se acercaba a maneras más afrancesadas y demostraba su ingenua y valiosa confianza en un óleo de amores sin exámenes ni dobleces. “El velo pintado” (John Curran, 2006): Lo exótico como horizonte del romance que se ha estancado en aguas corrientes, o el amor como exotismo en un lugar tediosamente uniforme. En estos dos sentidos puede interpretarse el matrimonio de Kitty (Naomi Watts) y Walter (Edward Norton), él destinado como doctor en China y ella sujeta a una relación de conveniencia que no tardará en verse manchada por el oprobio de la infidelidad. Somerset Maugham, autor de la novela original, muy en el fondo era un optimista, y no es extraño que la historia termine escorando hacia el lado de las pasiones exacerbadas y la opción de un nuevo y mejor comienzo. La versión que protagonizara Greta Garbo en 1934 ya adolecía de bastante parsimonia y escasez lírica, que Curran intenta arrancar de la mano fácil de los paisajes bellamente fotografiados y la partitura de Alexandre Desplat. Superaba a su predecesora, aunque a Hollywood continúe resistiéndosele un retrato menos idílico y con menos estudiada suciedad sobre el romance de época en latitudes orientales. “El diario de Noa” (Nick Cassavetes, 2004): Sherwood Anderson, John Updike y Sinclair Lewis arrojaron ollas de aceite caliente sobre el endeble sistema de clase media y matrimonios cincuenteros. Su herencia fue completamente obviada por Nicholas Sparks, novelista de hits de las listas de más vendidos en ediciones de bolsillo e inspirador de “Cuando te encuentre”. Como en ésta, Sparks apela a la lágrima fácil y a los choques de clase entre chica de bien y chico de barrio pobre, y Cassavetes —el hijo, el malo— añade más leña al fuego con escenas tan antológicas para el romance pocho como el baño espumoso o los brincos entre las olas. Sin embargo, la película fue un rotundo éxito de taquilla y público, y aún hoy continúa recibiendo una valoración muy positiva entre los espectadores en sucesivas reposiciones y listados de las historias de amor más inolvidables en gran pantalla. La lista de películas románticas podría haberse desenrollado como un papiro interminable, a costa de los múltiples estrenos que cada mes —por no decir cada semana— procuran satisfacer la demanda de los fans del género. Por ello hay cientos de omisiones, algunas por invalidez cualitativa —“Amor y otras drogas” (Edward Zwick, 2010), “Todos los días de mi vida” (Michael Sucsy, 2012)— y otras por la reiteración de un esquema de amor melodramático predecible y cansino —“Noches de tormenta” (George C. Wolfe, 2008), “Noviembre dulce” (Pat O’Connor, 2001)— o del marco de época —“Orgullo y prejuicio” (Joe Wright, 2005), “Jane Eyre” (Cary Fukunawa, 2011), “Cumbres borrascosas” (Andrea Arnold, 2011)—. Otras tantas por su contaminación respecto de otros géneros, caso de “Moulin Rouge” (Baz Luhrmann, 2001) con el musical, o las decenas de comedias románticas que alteran este concepto usual de romance al que asistir con pañuelos desechables en favor de algo más risueño —“Love actually” (Richard Curtis, 2003), “Serendipity” (Peter Chelsom, 2001), “The holiday (Vacaciones)” (Nancy Meyers, 2006) y compañía—. Pero ahí queda otro puñado de títulos decentes e interesantes para rastreadores de romances alternativos, ya sea el tardío de “Nunca es tarde para enamorarse” (Joel Hopkins, 2008), el dilema moral de “The reader (El lector)” (Stephen Daldry, 2008), la dualidad de “Two lovers” (James Gray, 2008), la delicadeza paternofilial de “Beginners (Principiantes)” (Mike Mills, 2010) o la antipatía y apatía burguesas de “Io sono l’amore (Yo soy el amor)” (Luca Guadagnino, 2009). vvvv

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